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LA MUJER Y EL DRAGÓN

Lo que todavía no resultaba totalmente claro es que las iglesias están comprometidas en un combate, no ya contra los hombres más o menos hostiles y perseguidores, sino contra unas fuerzas invisibles. El drama se desarrolla realmente en otro plano. Las fuerzas del mal se ocultan detrás de los humanos que se mueven sobre el escenario del mundo. Ya el apóstol Pablo decía en este mismo sentido: "No tenemos que luchar contra seres humanos, sino contra los poderes espirituales malvados del mundo invisible y oscuro" (Ef 6, 12). Olvidar todo esto sería quedarse en una visión muy superficial del Apocalipsis. 

Aquí se desenmascara al adversario. Es el jefe de las potencias infernales, el designado en la Biblia como Satanás o el diablo, o también la serpiente primordial. En la visión del c. 12 se le describe como un dragón de 7 cabezas y 10 cuernos, emblemas de la fuerza destructora que desafía a Dios. Juan ve a ese dragón manchado con manchas de sangre. Para mostrar su supremacía, borra con su cola la tercera parte de las estrellas. Es un cuadro que desafía a la imaginación, pero la escena resulta grandiosa. El dragón viene a postrarse ante un personaje. Ese personaje es una mujer que aparece en el cielo, bañada en sol, con la luna a sus pies y coronada de 12 estrellas. La mujer sufre dolores de parto; y el dragón está allí agazapado, para devorar al niño que ella va a dar a luz.

La mujer es el símbolo del pueblo de Dios que da a luz un mundo nuevo: a Jesús y su iglesia. Es al mismo tiempo la comunidad de Israel de donde nació Cristo y la iglesia doliente y fecunda que da a luz a los creyentes. El mesías resucitado se escapa evidentemente de Satanás (12, 5). Dios no salva a la mujer, pero la protege: es lo que indica la imagen de las alas del águila (12,14); la alimenta (con la eucaristía) durante el tiempo de la persecución, presentada con la imagen del torrente que vomita el dragón (12,16). Y esto a lo largo de toda su historia y de sus luchas, lo mismo que hizo antes con el pueblo de Dios durante el éxodo, la travesía por el desierto. El dragón rabioso y despechado se pone a hacer la guerra contra los otros hijos de la mujer, es decir contra los cristianos, para arrastrar a la perdición al mayor número posible, separándolos de Dios.

Pero se sabe vencido de antemano. En las esferas celestiales, cuyo reflejo es el mundo de aquí abajo, se libra un combate entre las fuerzas de Dios y las de Satanás (12, 7-9). Y ese combate es el que da sentido a las luchas de la tierra. Juan lo describe tal como lo ve en su éxtasis. Miguel, el ángel protector del pueblo de Dios y cuyo nombre simbólico significa "¿quién como Dios?", emprende el combate en nombre de Dios contra el dragón y sus ángeles. Estos son derrotados y no hay ya sitio para ellos en el cielo. Satanás, la serpiente primordial, el seductor del mundo, es humillado y precipitado a la tierra. Pero, ¡ay de la tierra! Satanás ha caído en ella ardiendo de furor, porque sabe que sus días están contados (12, 12). 

El mensaje de este cuadro deslumbrador parece ser el mismo de siempre: la iglesia tiene que revivir la pasión de su jefe, de Cristo; tiene que conocer su vía crucis para llegar a su resurrección triunfal. Jesús no le ahorra nada de lo que él mismo sufrió, como señala Juan en su evangelio (16, 20-23): "Lloraréis y os lamentaréis mientras el mundo se alegrará; pero vuestra tristeza se convertirá en alegría. Cuando una mujer va a dar a luz, siente angustia porque le ha llegado la hora de sufrir; pero, en cuanto da a luz a un niño, se olvida de su sufrimiento, por la alegría de que un ser humano ha venido al mundo. Lo mismo ahora vosotros estáis tristes, pero cuando volváis a verme vuestro corazón se alegrará y nadie os podrá arrebatar esa alegría". Después de los tiempos de persecución en los que Satanás hará cuanto pueda para eliminar a la iglesia en el mundo, donde ella sustituye y actualiza a Cristo, y después de algunos períodos en que parecerá que todo se ha perdido, llegará la victoria final de Cristo y de los suyos.