Saltar la navegación

EPÍLOGO

Nada hay que estimule más al hombre que la esperanza en el fruto de sus esfuerzos. Los deportistas soportan entrenamientos y sacrificios sin cuento soñando en el podium. Los intelec­tuales agotan horas y horas en sus investigaciones porque esperan encontrar la verdad. Los científicos se encierran en sus laboratorios porque creen firmemente que sus largas búsquedas serán compensadas ampliamente con el hallazgo del siglo. Los padres se sacrifican por sus hijos porque saben que sus trabajos se convertirán en alegría y orgullo de tener unos hijos con éxito en la vida. El mismo san Pablo había dicho a sus discípulos de Corinto que la corona que espera a los cristianos fieles es una corona incorruptible. 

Buscando esta finalidad, el autor del Apocalipsis habla de Dios. El Dios creador, fuerte, excelso. Lo presenta rodeado de gloria y majestad. Es el Dios único, veraz, santo. Todos le adoran: los ángeles, los ancianos, la asamblea de los escogidos. Dios es la felicidad de todos los hombres. Nuestra meta es reinar con él eternamente. 

En el Apocalipsis se nos habla ampliamente de Cristo. A él debemos nuestra salvación. Jesús nos ama, por eso nos reprende y aun nos castiga cuando nos alejamos de él. Cristo es el Señor al que se ha otorgado todo poder. Es el primogénito de entre los muertos. Es el resucitado. El principio y el fin. Es el colmo de nuestras aspiraciones. Merece la pena seguirle para alcanzarlo. 

La iglesia no está abandonada a su suerte. El Espíritu Santo habla a las iglesias, les aconseja, les ilumina, les fortalece. No es ella algo banal, transitorio. La iglesia es la comunidad de los redimidos por Cristo. No es un pequeño rebaño, sino una gran multitud de creyentes salvados, sellados por Dios. Una multitud plena, incontable, universal. La forman gentes de todas las razas y lenguas, tribus y pueblos. Es el fruto de la redención de Jesús. 

Para llegar a esa meta, los cristianos tenemos que atravesar el desierto sembrado de mal por el enemigo de Dios: el diablo. Todo lo que en el mundo se alza contra Dios y sus elegidos está influido por él. Todos los poderes que acosan a la iglesia en su caminar peregrino están hostigados por Satanás: las herejías, la idolatría, los egoísmos y vicios nefandos. Todo ese mundo tenebroso del mal y del pecado pugna incansable contra el reino de Dios. 

Pero pugna en vano. Muchos cristianos morirán y lavarán sus túnicas en su propia sangre derramada por el nombre bendito de Jesús. Otros sufrirán persecuciones incruentas, pero al final de todo, en la meta, existe la ciudad santa, resplandeciente y feliz. Todo en ella es nuevo, pujante, glorioso. Dios mismo es su luz. Cristo es la estrella brillante de la mañana. Dios y el cordero son el nuevo e indefectible templo. El triunfo para los que lleguen será estar perenne­mente invitados al manjar celestial, al maná oculto, al banquete fraterno de Cristo. 

Pero el libro del Apocalipsis no fue pozo de aliento y esperanza solamente para los cristianos de aquellas iglesias de Asia, iglesias recién nacidas como fruto de la predicación de los apóstoles. Es también libro de consuelo para nosotros, los cristianos de hoy. Porque la lucha del mal contra el bien no ha terminado. Porque los retos que el mundo nos presenta a los creyentes nos exigen vivir una fe fuerte y lúcida. Porque el cansancio de los buenos se advierte en muchos, porque el camino del evangelio es estrecho y largo. Necesitamos esperanza, necesitamos contemplar, aunque sea entre las brumas de imágenes y signos, la realidad de las promesas indefectibles de Dios, necesitamos sentir en nosotros mismos la seguridad de llegar al reino definitivo. La esperanza es fundamento de nuestra fidelidad.

 

JOSE MARIA LARRAURI Obispo de Vitoria