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Como el fuego por el rastrojo

Estamos a finales del siglo I d. C. El evangelio se va extendiendo por todo el imperio romano lo mismo que un incendio que va avanzando poco a poco y no encuentra frontera alguna. Parte de Jerusalén por los años 30, va bordeando prácticamente todo el Mediterráneo y se encuentra implantado en los puertos y ciudades de la costa. Se ha hablado mucho de aquella magnífica red de vías romanas que las legiones "trazaron y asentaron con losas para Jesucristo", por así decirlo, ya que de hecho favorecieron los viajes de apóstoles como Pablo. Pero el mar, aquel inmenso lago del imperio era, más aún que la red de vías romanas, la gran arteria que unía las ciudades y las provincias. Lo surcaban incesantes convoyes de barcos de todo tonelaje en todos los sentidos ya lo largo de todas sus costas. Sobre el puente, los marineros, los traficantes, los cargadores, los peregrinos los estudiantes, los turistas, los soldados, intercambiaban sus ideas durante aquellas travesías que duraban de 8 a 12 días. Los que creían en Jesús proclamaban su mensaje ante un mosaico de fieles pertenecientes a toda clase de religiones y de sectas. Porque si Roma y occidente lograron vencer a oriente, éste se tomó la revancha invadiendo el imperio con su lengua (el griego ), con su arte y con sus religiones. 

La buena nueva de Jesucristo conoció a finales del siglo I un progreso fulgurante. A principios del siglo II, siguió penetrando en tierra firme, después de haber permanecido en los puertos y en la costa. El legado romano Plinio el Joven descubrirá en el año 112, en la provincia de Bitinia, a 1.000 km. de Jerusalén y 2.500 de Roma, un número tan importante de cristianos que se verá obligado a hablar de ellos con el emperador romano de su tiempo, Trajano, en una carta que se ha hecho célebre. 

Tanto en las posadas como en el puente de los barcos durante la travesía; tanto en los muelles de los puertos en que los esclavos y estibadores descargaban los barcos como en las casas después de la cena, la comida de la noche en que se reunía la familia; tanto en el taller donde el artesano charlaba con sus clientes como en el mercado y en las plazas públicas donde se comentan todas las noticias, o en las termas, aquellos grandes centros de cultura y de diversión donde los ciudadanos libres pasaban jornadas enteras, por todas partes penetraba el evangelio como el aceite que se derrama sobre el tejido. No conocía tampoco las fronteras de la clase social: el esclavo hablaba de él con su amo y el amo con sus esclavos. Si los pobres se maravillaban oyendo hablar de un Dios que había venido a solidarizarse con sus pruebas y a traerles la salvación, la libertad y la dignidad, en las altas esferas y hasta en la corte imperial los ricos y los poderosos, escépticos y despreocupados, tendían los oídos a un evangelio que podría dar finalmente un sentido a su vida. 

¿Cómo explicar este fenómeno de una expansión cristiana tan rápida al cabo solamente de dos o de tres generaciones? Había ciertamente una red de sinagogas a las que se dirigían los misioneros cristianos y que facilitó la difusión de su mensaje, pero sería inútil buscar métodos de acción y de difusión, planes concretos de evangelización. No existía ni organización diocesana o parroquial, ni seminarios, ni movimientos estructurados de acción católica, ni mucho menos órganos de prensa, escuela, radiotelevisión, etc. Cuando Pablo, el gran misionero, escribe a la iglesia de Roma que nunca había visitado, saluda a un número considerable de cristianos de los que ha oído hablar y cuyo nombre cita (Rom 16). Pero ¿quién es el que evangelizó en Roma? ¡Misterio! Fueron sin duda unos cristianos anónimos procedentes de Palestina alrededor de los años 30 a 140, oscuros artesanos o traficantes que llegaron con el mensaje reciente de la buena nueva a la capital del imperio. 

Para explicar este fenómeno, es preciso hablar de contagio. La buena nueva de Jesús se fue transmitiendo de boca en boca en medio del entusiasmo de los comienzos. Los creyentes no esperaban ninguna directiva de la jerarquía, que en estos finales del siglo I empezaba precisamente a organizarse. Cada uno de los fieles se convertía en apóstol, hablaba de Jesús y ofrecía como prueba de su fe el espectáculo de su vida cristiana. Escuchándolos y viéndolos vivir, otros se hacían cristianos conquistados por su ejemplo. Como el fuego en los rastrojos, aquel contagio iba cundiendo poco a poco en medio del asombro general, mientras que otras muchas nuevas religiones, importadas de oriente, se esforzaban sin éxito en reclutar nuevos adeptos.