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LA JERUSALÉN CELESTIAL Y LA CREACIÓN NUEVA

Una vez que se ha representado el último acto del drama, explota el gozo de Dios: “¡He aquí que lo hago todo nuevo!" (21, 5). Él tiene la primera y la última palabra. Él hace la creación y hace un mundo "distinto", un mundo "nuevo". 

Así, pues, explota la alegría de Dios en esa "voz fuerte que sale del trono", nos dice Juan en su visión del futuro: "Esta es la morada de Dios entre los hombres; él habitará con ellos y ellos serán su pueblo" (21, 3). Era el sueño de Dios desde el comienzo de la humanidad: estar con los hombres. No se trata de una utopía. Los profetas habían hablado de un "Dios con los hombres", de un "Emmanuel”. Mateo, en su evangelio (1, 23), recoge esta expresión para aplicársela a Jesús. Y acaba su libro con estas palabras de Jesús resucitado: " Yo estoy con vosotros para siempre" (28, 20). 

Esta vida con Dios nos la presenta el autor del Apocalipsis bajo la imagen de una ciudad en la que todo el pueblo de Dios está reunido: "la nueva Jerusalén”. La ve bajar del cielo, de junto a Dios, como una esposa que se ha engalanado para ir al encuentro de su esposo (21,1): El esplendor de esta ciudad irradiando con una luz interior como un icono transparente sólo puede ser descrito con palabras balbuceantes. Su resplandor de oro, de diamantes y pedrerías, todo eso resulta pálido para hablar de la dicha de vivir en la amistad con Dios (22, 10-21). Y la alegría entonces llega a su perfección: no hay tristeza ni sufrimiento. Dios enjuga toda lágrima; no existe la muerte, ni el luto, ni el dolor (21, 4). 

 En esta visión simbólica de la nueva Jerusalén es fácil imaginarse un templo magnífico que la convierta en una ciudad santa. Pero no es así: Juan, al recorrer la ciudad en su éxtasis, no ve en ella ningún templo. Es que Dios quiere habitar, no en un edificio, sino en un pueblo. El y el cordero son su templo, ya que están allí visiblemente presentes y para siempre (21, 22). 

Otra característica: está abierta a todos los pueblos; en ella no se cierran nunca las puertas. Y allá llevan todas las glorias de las naciones (21,23-26). 

Esta vida con Dios en la ciudad esplendorosa durará para siempre. Juan ve en ella un río de agua viva que brota del trono y del cordero: el árbol de la inmortalidad hunde en él sus raíces. Recoge aquí la imagen del paraíso en donde al lado del árbol del conocimiento del bien y del mal se encontraba también el árbol de la inmortalidad. El autor del libro del Génesis hacía decir a Dios: "Que el hombre no extienda la mano para coger también del árbol de la vida, comer de él y vivir para siempre”. Por eso Dios había colocado a las puertas del paraíso a unos querubines con espada de fuego para guardar el camino del árbol de la vida (Gn 3, 22-24). El autor del Apocalipsis recoge también la idea del evangelio de Juan, en donde Jesús hablaba con la samaritana de una fuente de agua de vida eterna Un 4,14). Todos los hombres quedan invitados a beber de ella: "Quien tenga sed, que se acerque; el que quiera, coja gratuitamente agua viva" (Ap 22, 17).
 

La historia humana tiene pues un sentido: el paraíso, es decir las bodas eternas de Jesús con la humanidad, es ciertamente una realidad. Y estamos en camino hacia él. Aguardando a que Dios lo haga todo nuevo, la única manera de demostrarle nuestro amor es hacer todo lo posible para que, en la historia que estamos viviendo, este mundo sea más humano, más justo, más verdadero, más desbordante de amor fraterno e impregnado por completo de espíritu evangélico. Pero esto no impide que el creyente, a pesar de todos sus compromisos en su existencia concreta, aguarde la intervención final de Dios y que su oración siga siendo la de los primeros cristianos: "Maranatha. ¡Sí, ven, Señor Jesús!", esperando la respuesta: "¡Sí, voy a llegar enseguida!" (Ap 22, 20). "En el mundo tendréis apreturas, pero, ánimo, que yo he vencido al mundo" (Jn 16,33). "Yo estaré con vosotros para siempre" (Mt 28, 20).