A finales del siglo I, el emperador de Roma es Domiciano, hijo de Vespasiano y hermano de Tito, el que había sitiado y destruido Jerusalén en el año 70. Domiciano reinó del 81 al 96. No es ese loco malévolo y sanguinario que los historiadores nos han presentado con frecuencia. Es incluso un buen administrador que reprime los fraudes y los excesos que cometen los gobernadores en detrimento del interés de las regiones. Pero se siente orgulloso de su dignidad y pretende dirigir el estado como monarca absoluto. Al comienzo de su reinado, parece ser que quiso dar pruebas de clemencia, pero las luchas de influencia con el senado de Roma, el intento que realizó la aristocracia romana el año 88 de derribarlo en beneficio del general Saturnino, su carácter receloso que le hacía ver por todas partes, con razón o sin ella, complots contra él, lo llevaron a portarse como tirano y como perseguidor. No debemos ennegrecer sin más ni más la figura de Domiciano, pero para comprender bien sus reacciones frente a los cristianos es necesario situarse en la mentalidad de la época dominada por el culto imperial.
Solamente los judíos, obstinadamente apegados a su religión del Dios único de Abrahán y de Moisés, tenían el privilegio de no verse obligados a rendir culto a Roma ya su emperador. Pero debían ofrecer todos los días sacrificios y hacer oraciones oficiales por su intención. Era algo a lo que nunca faltaron. Los cristianos, que hasta los años 60 se confundían a los ojos de los romanos con los judíos, gozaban de los mismos privilegios y tampoco ellos dejaron de rezar por el emperador reinante. Sin embargo, a finales del siglo I había quedado bien establecida la distinción entre judíos y cristianos y el estado reconocía que el cristianismo era una religión distinta. Desde entonces los cristianos, que se habían ido distanciando cada vez más de los judíos, perdieron los privilegios que se les habían otorgado a éstos. Pues bien, toda religión nueva tenía que ser autorizada por el senado; si no, era ilícita y no podía tener posesiones ni hacer adeptos.
Cuando las autoridades empezaron a comprobar lo que semejantes pretensiones podían tener de revolucionario, se sintieron obligadas a acusar a los cristianos de conspirar contra la seguridad del estado. Ante las dificultades de avituallamiento, las catástrofes naturales como la erupción del Vesubio en el año 79 que sepultó las ciudades de Pompeya y Herculano, las amenazas de los bárbaros en las fronteras del Rin y del Danubio, las incursiones de los partos por el oriente, la opinión pública se conmovió y el imperio se sintió amenazado. El pueblo buscaba un chivo expiatorio para explicar aquella cólera de los dioses vengadores. Sus sospechas se centraron en los judíos o en los cristianos, aquellos hombres que no vivían como los demás; sobre sus espaldas se acumularon los crímenes más horrendos; se decía que se reunían en secreto para ritos de canibalismo en los que inmolaban a un niño diciendo: "Esto es mi carne, esto es mi sangre" (era una horrorosa parodia del culto eucarístico); se afirmaba que estaban esperando el fin del mundo, anunciándolo como ya próximo y contemplando con extraño gozo aquella conflagración general en la que quedaría aniquilada toda la civilización que los condenaba. |