El autor del Apocalipsis no pierde nunca de vista que escribe para unos cristianos enfrentados con un imperio perseguidor. Tiene que animarles. Esa situación no durará siempre, ya que las civilizaciones son mortales. Invita a sus lectores a entrar en su visión anticipada de la ruina de Roma. No designa a la ciudad con su nombre, ya que el libro que escribe sólo podrá ser comprendido por los iniciados; la designa con el nombre de la ciudad que en otros tiempos llevó al pueblo de Dios a la deportación, "Babilonia". Ve a unos ángeles derramar sobre ella las "copas de la cólera de Dios". Es una nueva serie de plagas que se añade a las anteriores (c. 16).
Mientras haya una historia, habrá "Romas-Babilonia" con su poder político y sus ideologías que pretenden imponerse a las conciencias. Y los creyentes, los cristianos, deberán seguir viviendo allí. Tendrán que poner en cuestión no pocas leyes en nombre del evangelio y no dejarse llevar nunca a compromisos. Quizás sea éste el sentido de aquella palabra: "¡Sal de esta ciudad, pueblo mío!" (18, 6), es decir: "No te instales, no te dejes influir hasta el punto de verte poseído por ella, pues entonces compartirías su suerte". Esto no es huir del mundo por cobardía, sino respetar siempre un límite que no se puede franquear. |