1.3 - Antropología y Doctrina Social de la Iglesia
En el centro de la preocupación de la Doctrina Social de la Iglesia por todas las cuestiones sociales está siempre el hombre y la valoración ética de lo que acontece a su alrededor. La propuesta de la enseñanza social de la Iglesia es procurar un humanismo que fomente el desarrollo de todas las dimensiones humanas, o, como dice el Compendio de Doctrina Social de la Iglesia, “proponer a todos los hombres un humanismo a la altura del designio del amor de Dios sobre la historia, un humanismo integral y solidario, que pueda animar un nuevo orden social, económico y político, fundado sobre la dignidad y libertad de toda persona humana, que actúa en la paz, la justicia y la solidaridad” (n. 19) La Iglesia atiende al hombre en su conjunto, porque es un ser social; pero al mismo tiempo tiene unas dimensiones personales que, aun afectando a su relación con los demás, requieren un cuidado y atención propio para procurar el desarrollo integral de la persona.
Es verdad que en lo que podría denominarse una “primera fase” (hasta el pontificado de Juan XXIII), la Doctrina Social de la Iglesia se preocupa más del hombre, entendido éste como sujeto pasivo de situaciones problemáticas vividas dentro de la sociedad. Desde entonces en adelante empieza a desarrollarse una “segunda fase” en la que el centro de atención se convierte el hombre en sí, no sólo por el hecho de estar expuesto a una conflictividad social que le supera. La Doctrina Social de la Iglesia asume en esta época un carácter antropológico más acentuado, al que se suma la tercera encíclica de Benedicto XVI.
No en vano afirma que el primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es el hombre, la persona en su integridad. Aproximándose a la conclusión, en continuidad con la enseñanza de Pablo VI en el n. 3 de la Populorum Progressio categóricamente que “la cuestión social se ha convertido radicalmente en una cuestión antropológica”. Si la cuestión que más ha destacado siempre la Doctrina Social de la Iglesia ha sido el “progreso” del hombre, no puede olvidarse que éste, para ser realmente tal, tiene que tener como horizonte principal de realización el hombre en su totalidad.
Quizá la aportación mayor que pueda hacer la Doctrina Social de la Iglesia respecto al progreso del hombre, unida al resto de saberes científicos que se preocupan por él –nunca en contraposición ni pretendiendo defender planteamientos opuestos al bien del hombre– es la de ofrecer “una visión global del hombre y de la humanidad”, como ya apuntara Pablo VI en el n. 13 de la Populorum Progressio. El Compendio de Doctrina Social lo dice con estos términos: “La Iglesia, con su doctrina social, ofrece sobre todo una visión integral y una plena comprensión del hombre, en su dimensión personal y social” (n. 522). La antropología cristiana defiende, por una parte, todo lo que habla de la dignidad de la persona, desde el momento de su concepción hasta la muerte natural, y por otra parte todo aquello que afecta a su dignidad personal en cuanto ser social inspirando de los valores evangélicos, las realidades del trabajo, la economía, la política, las relaciones entre los pueblos, la cultura, la defensa de los derechos de los más pobres, la ecología y los recursos naturales. Es la verdad integral sobre el hombre lo que la Iglesia está llamada a testimoniar con su doctrina social. Para lograr esta buena comprensión antropológica deben evitarse ciertos dualismos existentes en comprensiones acerca del hombre desde la antigüedad, y que hoy pueden ser todavía más frecuentes. Por una parte situar al hombre en la encrucijada de considerarlo como ser individual o como ser social. Y por otra parte, ligado a éste y si cabe de mayor repercusión para lo que supone una comprensión integral del hombre, la división entre espiritualismo y materialismo. Cualquier reduccionismo humano, sea del tipo que sea, siempre cercena la comprensión global del ser humano y eso repercute en su desarrollo global. Considerar al hombre en su dimensión individual o personalista únicamente o en su vertiente social de modo exclusivo, por el lado opuesto, limita las posibilidades de realización social o personal respectivamente. Ambas forman parte por igual del ser humano en su totalidad. Igualmente habría que decir de la comprensión del hombre en su corporeidad o en su espiritualidad. La Iglesia defiende la comprensión del hombre como “persona”, esto es, en la unidad de la corporeidad material e inmanencia y en su dimensión espiritual de apertura al Tú trascendente que le ha dado su origen, que funda su índole personal y social y que es el destino último de su capacidad ilimitada de realización. Como el Concilio Vaticano II, “el hombre, uno en cuerpo y alma, por su misma condición corporal, reúne en sí los elementos del mundo material, de tal modo que, por medio de él, éstos alcanzan su cima y elevan la voz para la libre alabanza del Creador. […] Al reconocer en sí un alma espiritual e inmortal, no se engaña con un espejismo falaz procedente sólo de las condiciones físicas y sociales, sino que, por el contrario, alcanza la misma verdad profunda de la realidad” (Gaudium et Spes, 14).