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LA OBLIGACIÓN MORAL NECESITA DE UNA RAZÓN ÚLTIMA QUE LA FUNDAMENTE

La cuestión que aquí nos planteamos es fácil de comprender, sobre todo después de los planteamientos anteriores a propósito del hecho moral. Se trata de saber lo siguiente: por qué yo, ser humano que vive en este mundo, debo obrar moralmente. El acento, como puede verse sin dificultad, recae aquí, en ese debo. ¿Qué motivo justifica tal deber? Tenemos que encontrar alguna razón absolutamente convincente, pues de lo contrario podríamos concluir que ese deber no tiene fundamento y llegaríamos a la conclusión de que es lo mismo obrar moralmente que inmoralmente: nadie podría reprocharnos una conducta inmoral y, consiguientemente, lo único que podría exigírsenos es que cumpliéramos las "leyes de tráfico" sociales que posibilitan la convivencia humana, al margen de toda moralidad o inmoralidad.

Hemos llegado a la conclusión de que se dan morales de inspiración religiosa y morales no religiosas, ateas, si queremos. El hecho de que se den no quiere decir que todo esté resuelto. Veamos todo esto con más detención.

Una moral no religiosa podría ser calificada como autónoma en el sentido de que es el hombre, y sólo el hombre, quien determina lo bueno y lo malo; el hombre, y sólo el hombre, en la intimidad de su yo y de su conciencia, quien hace válido el imperativo ético: haz el bien, evita el mal.

Si se busca una razón por la que el imperativo moral no pueda ser discutido y tenga que ser obedecido por el hombre, habría que pensar en un instinto: habría ido cristalizando en la evolución biológica y, cuando el ser humano llegó a ser racional, lo habría interiorizado. Pero algo así ni está demostrado que se dé ni es razón suficiente que explique la dimensión moral del hombre.

Podría pensarse que es algo nacido y consolidado por la estructura gregaria y social del ser humano: el instinto de conservación del grupo que garantiza la supervivencia de la especie. Todos sabemos, sin embargo, que el imperativo moral está actuando, en ocasiones, de forma que no favorece precisamente la supervivencia de la especie, sino que va en contra de los intereses del grupo. Por ejemplo, nadie admitirá como moral la eliminación física de los débiles, de quienes nacen con taras o de los ancianos, a pesar de que supongan para la sociedad gastos importantes, y todos tenemos la convicción de que quienes han nacido con taras o los ancianos deben ser atendidos por la colectividad.

La cuestión queda abierta: ¿A qué se debe que el hombre, de todos los continentes y de todas las épocas, sepa que debe hacer el bien y evitar el mal, aun contra sus propios intereses personales y aun también, a veces, contra los intereses del grupo? 

Una moral de inspiración religiosa -algunos hablan de moral heterónoma- sostiene que hay algo superior al hombre, la Trascendencia, los dioses, Dios, donde reside el fundamento de la obligatoriedad del imperativo moral. La voluntad divina es, en último término, el punto de apoyo de una moral religiosa. Cuando el hombre actúa moralmente, no hace sino cumplir lo que Dios quiere de él.

En una moral de inspiración religiosa queda resuelto el problema de la fundamentación de la obligación moral, pero plantea paralelamente otro problema: da la impresión de que la moral religiosa se hace heterónoma y deja de ser autónoma, por ser Dios quien dicta y manda y el hombre quien obedece. En otras palabras, ¿no sucederá que, al poner en Dios la fuente de la obligación moral, el hombre se vea enfrentado con una obligación externa que le viene de fuera, de algo o de alguien que no es él mismo que le dicta lo que ha de hacer? ¿Coincidirá necesariamente lo que Dios manda con lo que siente el hombre en lo más profundo de sí mismo?