La Buena Noticia
Jesús anuncia desde el principio que “el reino de Dios está cerca” (Mc 1,15). Reaviva la esperanza de las gentes, deseosas de un mesías.
Habla con un lenguaje gráfico, utiliza parábolas (anécdotas que apelan a la libertad y la inteligencia) “Y estaban extrañados de su enseñanza, porque les enseñaba como el que tiene autoridad y no como los escribas” (Mc 1,22). Emplea frases lapidarias y usa la paradoja: “Si alguno quiere ser el primero que sea el último y el servidor de todos” (Mc 9,35) Lo que desconcierta a sus oyentes.
No dice como los profetas: “Así dice el Señor” sino “Yo os digo”. Dice “amén” (es verdad) al principio de sus declaraciones, no al final como podía ser habitual. Habla en nombre de Dios, no como un intermediario. Proclama: “No creáis que he venido a abolir la Ley… No he venido a abolirla, sino a darle plenitud” (Mt 5,17). Esta declaración se acompaña con una acción liberadora de las limitaciones físicas y espirituales impuestas por una práctica demasiado formalista de la Ley. Por un lado, respeta la tradición; pero por otro, la supera por sus posicionamientos, tachados inmediatamente de escandalosos y blasfemos. “El sábado ha sido hecho para el hombre y no el hombre para el sábado…” (Mc 2,27). Cita frecuentemente las escrituras, como un judío piadoso: el Decálogo (los Diez Mandamientos), el Levítico… “Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda tu alma, con toda tu fuerza…; y a tu prójimo como a ti mismo” (Lc 10,27), pero también “creed en el evangelio” (Mc 1,15). Y aún más: “No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores” (Mc 2,17). No obstante, va más allá de los Diez Mandamientos: “Habéis oído que se dijo a vuestros antepasados: no matarás; y si alguno mata, responderá ante el tribunal. Ahora bien, yo os digo: Cualquiera que se enfade contra su hermano responderá ante el tribunal…” (Mt 5,21-22).
Habla del reino de Dios: “La llegada del reino no se deja calcular… El reino de Dios está entre vosotros” (Lc 17,20-21) En el Sermón de la montaña, llamado también de las Bienaventuranzas, manifiesta el verdadero reino: “Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el reino… Bienaventurados los hambrientos y los sedientos de justicia, porque ellos serán saciados… Bienaventurados los corazones limpios, porque verán a Dios. Bienaventurados los artesanos de la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios” (Mt 5,3-9). Este sermón cumple la Torá por el amor y el perdón. Igualmente, Jesús dice: “Dejad que los niños se acerquen a mi… pues de los que son como ellos es el reino de Dios… Quien no acoge el reino como un niño no podrá entrar…” (Mc 10, 13-15).
El anuncio de un reino así será mal comprendido por los discípulos y por las masas. Este reino se ha de construir entre todos: convirtiéndose, es decir, cambiando la mentalidad, superándose por la renuncia de sí, de las riquezas y del poder; amando al prójimo como a uno mismo, incluso a los enemigos y los pecadores; lo que supone una blasfemia a los ojos de los fariseos guardianes de la ortodoxia y de la tradición quienes piensan que es una alianza individual y no colectiva la que puede salvar. Ahí se sitúan las “rayas rojas” de la Ley.
Jesús reza al Padre, al que llama “abba” (papá en arameo) “Padre Nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo, danos hoy nuestro pan de cada día, perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden, no nos dejes caer en la tentación y libranos del mal” (Mt 6,9-14).
La relación con el Padre es íntima, familiar, llena de respeto, de confianza y de amor.