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ROBERT M TORRANCE

   ROBERT M. TORRANCE, La búsqueda espiritual. La trascendencia en el mito, la religión y la ciencia. Traducción de Jordi Quingles, Editorial Siruela, El árbol del Paraíso, Madrid 2006, (original: The Regents of the University of California, 1994), 109-121.

   La imagen de un camino sa­grado que jalona el viaje a través de la vida y más allá de ésta, está amplia­mente difundida en las religiones nativas de América como en muchas otras.

   Entre las tribus de Norteamérica, ocupa un lugar destacado un mito de búsqueda agrícola asociado con los ritos de un pueblo mucho más septentrional, los pawnee, quienes (antes de que fueran llevados a Oklahoma) conjugaban un modo de vida agrícola y nómada, abandonando varias veces al año sus sólidas cabañas de barro y sus bien cuidados campos de maíz de las Grandes Llanuras de Nebraska para ir a acampar en la pradera y cazar bisontes.

   Las ceremonias pawnee, como las de la mayoría de pueblos agrícolas, eran consideradas, “como el medio de mantener en su curso al orden cósmico”. Las ceremonias estacionales estaban a cargo de un sacerdo­cio, pero se celebraban -como entre los cazadores nómadas de las Llanu­ras- como respuesta a un llamamiento visionario. De este modo se infundía la movilidad y el individualismo en la vida sedentaria de estos cul­tivadores y guerreros.

   En su forma pawnee, el simbolismo del camino es impulsado como una búsqueda comunal de la fertilidad. No había un tiempo señalado para la realización, no estaba asociado con ninguna fiesta religiosa tribal, sino que era “una oración por los niños, a fin de que la tribu pudiera crecer y hacerse fuerte”. El objeto central de la ceremonia, una espiga de maíz con la punta pintada de color azul para representar el cielo, con cuatro líneas azules que descendían de aquélla, simbolizaba la fuerza vital de la tierra, “la madre que produce la vida”, en cuanto fertilizada por el cielo, y la po­sibilidad de la fuerza reproductiva y espiritual humana. Pero la fertilidad de la espiga sacral no se le ofrecía pasivamente al hombre como una bendi­ción bajada del cielo como la lluvia, sino que tenía que ser buscada activa­mente; y el largo y difícil camino que conducía hasta ella apenas había ter­minado cuando ya se volvía a emprender de nuevo.

   La procesión avanzaba cantando, por “un camino que nos ha sido transmitido desde nuestros lejanos antepasados como un sendero tortuoso”, que conduce a través de los márgenes de otro modo desconocidos que exis­ten entre territorios conocidos.

   “Solos en una tierra extraña, apelamos a Madre Maíz y le preguntamos: ¿Hay un camino que atraviese esta gran extensión de tierra que tenemos delante, en la que no vemos nada?... Entonces se nos abren los ojos y vemos el camino que he­mos de tomar”.

   Su guía, Madre Maíz, introduce en ese reino desconocido los perennes ritmos sustentadores de la vida, que señalan un camino -el ca­mino de la unidad con los ritmos de la tierra y el cielo- por el yermo inhu­manamente desprovisto de caminos. Al alba, cuando lo viejo se vuelve nue­vo, Madre Tierra indefectiblemente escucha la llamada de los buscadores:

   “Ella se mueve, se despierta, se levanta, percibe el aliento de la nueva Auro­ra” y por todas partes la vida se renueva. La renovación de la tierra es el ca­mino que conduce a la renovación de la humanidad, pues las mujeres engendran hijos del mismo modo que la tierra produce el maíz.  .

   La búsqueda dirigida por Madre Maíz a través de los yermos amenazadores culmina en el descubrimiento del hijo por el que las potencias ferti­lizadoras del cielo descienden para renovar al pueblo.