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AVICENA, El relato del pájaro

Versión de PETER SIS, El coloquio de los pájaros:

http://blogs.elpais.com/storyboard/2012/08/el-coloquio-de-los-pajaros.html

 

   “Relato del pájaro” en Henry Corbin, Avicena y el relato visionario. Estudio sobe el ciclo de los relatos avicenianos, Ediciones Paidós, Barcelona 1995 (Original: by Berg Internacional, Éditeurs, Paris 1979), 191-196. 

   RELATO.- Sabed, oh Hermanos de la Verdad, que un grupo de cazadores hizo una salida al desierto. Extendieron sus redes, dispusieron los cebos y se ocultaron entre los matorrales. Yo estaba en la bandada de pájaros. Cuando los cazadores nos vieron, dejaron oír, con objeto de atraemos, un silbido tan agra­dable que nos hizo vacilar. Miramos, vimos un lugar agradable y placentero, sentíamos a nuestros compañeros cerca de nosotros. No experimentamos in­quietud alguna y ninguna sospecha nos impedía dirigimos hacia aquel lugar. Nos apresuramos, pues, hacia allí, y de repente caímos en las redes. Los lazos se cerraron sobre nuestros cuellos, las redes se enmarañaron en nuestras alas, lar cuerdas trabaron nuestros pies. Cualquier movimiento por nuestra parte no ha­cía sino apretar más fuerte las ataduras y agravar nuestra situación.

   Acabamos por resignamos a nuestra desgracia; cada uno de nosotros sólo prestaba atención a su propio dolor, sin ocuparse ya del de su hermano, ab­sortos como estábamos en descubrir alguna argucia para liberamos. Final­mente, acabamos por olvidar la decadencia que había sufrido nuestra condi­ción. Acabamos por perder conciencia de las ataduras y de la estrechez de nuestra jaula, y nos abandonamos al reposo.

   Pero he aquí que un día yo miré a través de aque1las redes. Vi un grupo de pájaros que habían liberado su cabeza y. sacando sus alas de la jaula, se dis­ponían a emprender vuelo. Unos cabos de cuerda eran todavía visibles en sus pies, ni demasiado apretados para impedirles el vuelo, ni lo bastante flojos para permitirles una vida serena y sin turbación. Viéndoles, recordé mi estado ante­rior, del que había perdido conciencia, y a los que habían sido antaño mis compañeros, y todo ello me hizo sentir la miseria de mi situación presente. Ha­bría querido morir bajo el peso desmedido de la tristeza, o que a la sola visión de su partida mi alma escapara sigilosamente de su cuerpo.

   Les llamé, grité hacia ellos desde el fondo de mi jaula: “¡Venid! ¡acercáos! enseñadme por qué argucia alcanzar la libertad; asociáos a mi sufrimiento, pues en verdad estoy al límite de mis fuerzas”. Pero ellos recordaron las arti­mañas e imposturas de los cazadores; mis llamadas no hicieron más que asus­tados y se alejaron de mí. Les adjuré, pues, en nombre de la fraternidad eter­na, en nombre del compañerismo puro de toda tarea, en nombre del pacto inviolado, para que tuvieran fe en mis palabras y desterraran la duda de sus co­razones. Entonces se aproximaron a mí.

   Cuando les pregunté sobre su estado, me recordaron esto: “Hemos sido pri­sioneros del mismo sufrimiento que tú; también nosotros hemos conocido la de­sesperación; también nosotros hemos sido compañeros de la tristeza, la angustia y el dolor. Después me dieron a conocer sus métodos. La red cayó de mi cue­llo; mis alas emergieron fuera de las cuerdas; la puerta de la jaula quedó abier­ta. Me dijeron: “¡Aprovéchate de la libertad!”. Pero yo les hice todavía un ruego: “Liberadme pues, también, de este resto de traba que queda sujeto a mi pie”. Me respondieron: “Si tuviéramos poder para ello, habríamos empezado por retirar lo que aprisiona nuestros propios pies. ¿Cómo un enfermo podría curar a otro?”. Salí fuera de la jaula y levanté vuelo con ellos.

   Me dijeron: “A lo lejos, recto ante ti, hay una cierta comarca; no estarás a salvo de todo peligro hasta que hayas atravesado la distancia que te separa de ella. Sigue, pues, nuestra trayectoria, para que te salvemos y te orientemos por el buen camino hasta e! fin que tú deseas”.

   Nuestro vuelo nos condujo entre los dos flancos de una montaña, por un valle fértil y verde. Volamos agradablemente hasta que hubimos superado to­das las trampas, sin prestar atención al silbido de ningún cazador. Finalmente llegamos a la cima de una primera montaña, desde donde vimos otras ocho ci­mas más. (50), tan elevadas que la mirada no podía alcanzadas. Nos dijimos unos a otros: “¡Apresurémonos! No estaremos seguros hasta haber franqueado sanos y salvos esas cimas, pues hay en cada montaña una compañía que se interesa por nosotros. Si nos preocupamos de ellos y nos retrasamos en el disfrute de esos placeres y en la quietud de esos lugares, no llegaremos jamás”.

   Nos llevó un gran esfuerzo atravesar sucesivamente seis montañas y llegar a la séptima? Cuando las hubimos superado, algunos de nosotros dijimos a los demás: “¿No es e! momento de descansar? Estamos agotados. Hay mucha dis­tancia ahora entre nosotros y los cazadores, pues hemos hecho un largo cami­no. Una parada de una hora nos ayudará a llegar al final, pero si aumentamos aún más nuestra fatiga, pereceremos”. Hicimos pues un alto en la cima de la montaña. Vimos allí jardines floridos, hermosos palacios, agradables pabello­nes; había árboles frutales, corrientes de agua viva. ¡Tantas delicias refrescaban la vista! Teníamos el alma confundida y el corazón turbado ante tanta belleza. Se oían cantos admirables y sonidos de instrumentos maravillosos. Se respira­ban perfumes a los que no se asemejarían ni el ámbar ni el almizcle más ex­quisito. Cogimos frutos, bebimos en las corrientes de agua viva, quedándonos allí hasta que estuvimos totalmente recuperados. Entonces nos dijimos unos a otros: “¡Apresurémonos! No hay mayor peligro que la falsa seguridad; no hay salvación sin vigilancia, ninguna fortaleza vale tanto como la sospecha que pone en guardia. Demasiado tiempo hemos permanecido ya en este lugar. Se­ría peligroso prolongado más. Nuestros enemigos siguen nuestras huellas, bus­cando el lugar en e! que estamos ¡Vamos!”.

   Renunciamos pues a aquella estancia. Aunque fuera tan hermosa, más aún valía nuestra salvación. Habiéndonos puesto de acuerdo en la partida, abandonamos aquellos lugares y llegamos así a la octava montaña. (52) Su cima era tan elevada que se perdía en el Cielo. Había pájaros que poblaban sus laderas; jamás antes había yo escuchado una música tan encantadora, ni contemplado colores tan magníficos, formas tan graciosas ni había tampoco encontrado compañía tan dulce. Cuando descendimos hasta ellos, nos mani­festaron tanta gentileza, delicadeza y afabilidad que nada de lo creado podría describirlo ni hacerlo comprender. (53) Cuando estuvimos bien instalados con ellos, les contamos los sufrimientos que habíamos pasado. Se solidarizaron con nosotros con solicitud extrema. Luego nos dijeron: «Más allá de esta montaña hay una Ciudad en la que reside el Rey supremo. Mediante su fuerza y su ayu­da, el Rey aleja la injusticia y el sufrimiento de todo oprimido que viene a im­plorar su protección y se remite directamente a él».

   Confiando en sus indicaciones, nos fijamos el propósito de alcanzar la Ciu­dad del Rey. Llegamos a su corte y solicitamos audiencia. Finalmente llegó la orden de hacer pasar a los recién llegados, y penetramos en el castillo. Nos en­contramos en un recinto del que ninguna descripción podría dar idea exacta. Cuando lo hubimos atravesado, una cortina se levantó ante nosotros, dejando ver una sala tan espaciosa e iluminada que olvidamos el primer recinto, o más bien, comparado con éste, nos pareció poca cosa. Por fin, llegamos al oratorio del Rey. Cuando la última cortina hubo sido descorrida y la belleza del Rey res­plandeció ante nuestros ojos, nuestros corazones quedaron en suspenso y fuimos presas de un estupor tal que no pudimos transmitirle nuestras penas. Pero él, dándose cuenta de nuestro desfallecimiento, nos devolvió la seguridad con su afabilidad; entonces nos animamos a hablarle y a hacerle partícipe de nuestro relato. Entonces nos dijo; “Nadie puede deshacer el lazo que traba vuestros pies, salvo aquellos mismos que lo anudaron. (54) He aquí, pues, que envío hacia ellos un Mensajero que les impondrá la tarea de satisfaceros y apartar de vosotros esa traba. Id, pues, felices y satisfechos”.

   Y ahora, henos aquí, estamos en camino, marchamos en compañía del Mensajero del Rey.