3.2. En el magisterio 
"Los obispos representan a Cristo en la Iglesia particular.
Tienen verdadera autoridad en ella y son maestros auténticos.
Su magisterio y su autoridad han de ejercerlas en comunión
con el papa, en comunidad con la Iglesia."
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(Cardenal TARANCÓN: Cartas a un cristiano. En "Vida
Nueva", núm. 1488, 20-7-85.)
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En
la Iglesia, el papa y los obispos, por voluntad de Cristo, han quedado
establecidos como sucesores de Pedro y de los apóstoles para enseñar
al pueblo de Dios las verdades de la fe (magisterio) y para guiar la conducta
de los cristianos en conformidad con el evangelio de Jesús, como
criterio de respuesta a situaciones concretas en el diálogo permanente
que deben establecer la Iglesia y el mundo.
La autoridad del papa y de los obispos en comunión con aquél
no está de ningún modo ligada a las cualidades personales
de quien ejerce el poder y el servicio en la Iglesia. Tampoco ha de interpretarse
como una forma de coacción que imposibilite el ejercicio de los
carismas propios de cada cristiano. La autoridad de quienes han sido llamados
a guiar la Iglesia universal o las Iglesias particulares procede única
y exclusivamente de su carácter de delegados o representantes de
la tarea evangelizadora de Jesús que él comenzó aquí
en la tierra, pero que ha dejado a sus sucesores la misión de continuarla.
De ahí que prometiera la asistencia del Espíritu Santo a
su Iglesia hasta el fin de los tiempos.
Como consecuencia de esta conciencia de misión, el cristiano acepta
que el papa es infalible (dogma de fe proclamado por el Concilio Vaticano
I en 1870); es decir, posee certeza en la transmisión de las verdades
de fe cuando ejerce su magisterio extraordinario: en las declaraciones
solemnes en comunión con la fe de la Iglesia (dogmas de fe); o
en los concilios ecuménicos, recurso histórico muy frecuente
para concluir en definiciones dogmáticas.
Pero la forma más corriente de enseñanza es el magisterio
ordinario: el papa, en las constituciones apostólicas y en las
encíclicas; los obispos, mediante la predicación, las cartas
pastorales, las declaraciones de conferencias episcopales y los sínodos
diocesanos.
Esta función docente (de "doceo": enseñar) conferida
por Cristo al papa y a los obispos, y que éstos ejercen de forma
ordinaria y extraordinaria, puede hacer pensar al pueblo de Dios que éste
tiene una misión simplemente discente (del verbo "disco":
aprender) y que, por tanto, debe limitarse sólo a aceptar lo que
la jerarquía le impone como verdad de fe, sin tener que transmitir
nada, contrayendo una responsabilidad meramente pasiva y de sumisión.
Durante siglos, la Iglesia ha favorecido esta creencia de separación
entre docentes y discentes. Felizmente, el Vaticano II equilibró
esta dicotomía.
La Iglesia es fundamentalmente el pueblo de Dios; todos los creyentes
(papa, obispos, sacerdotes y laicos) participamos del magisterio de Cristo.
Cualquier cristiano es apóstol por la necesidad y la obligación
de transmitir la fe recibida; la misión docente es, pues, universal
en la Iglesia, aunque unos estén llamados a una responsabilidad
especial, pero siempre como servicio a toda la comunidad cristiana.
Por tanto, la infalibilidad es la prerrogativa prometida por Cristo a
la Iglesia, por la cual, en virtud de la asistencia del Espíritu
Santo, el Colegio Episcopal con el papa, o el papa, como maestro de la
Iglesia universal, no se equivocan cuando, en ocasiones solemnes, definen
la doctrina de la fe y la moral.
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