2.3. En los dogmas de fe
A través de su historia, la Iglesia, además de formular
diferentes "símbolos" y "credos", ha tenido
necesidad de fijar y expresar públicamente "dogmas de fe":
verdades reveladas por Dios, pues se apoyan en la Sagrada Escritura y
en la Tradición, definidas como tales por el magisterio eclesiástico,
y presentadas para ser aceptadas por todos los fieles.
Los diferentes dogmas que constituyen la fe cristiana (unos están
explícitos en el credo nicenoconstantinopolitano y otros son de
adición posterior) han surgido por diferentes razones: unas veces,
como defensa ante las herejías de la época (el dogma de
la filiación divina de Jesucristo, por ejemplo); otras, por circunstancias
históricas perjudiciales para la Iglesia (la infalibilidad del
papa).
Pertenecer a la Iglesia supone aceptarla como sociedad humana jerarquizada
por el Espíritu; va más allá de un simple respeto
a la jerarquía o de obedecer materialmente sus leyes. El "depósito
de la fe", la revelación, debe ser custodiado por la Iglesia
por medio del magisterio del papa y los obispos. Cualquier dogma forma
parte esencial de la pertenencia a la Iglesia; el cristiano no puede,
pues, interpretarlo a su antojo ni sentirse libre de aceptarlo o rechazarlo.
Pero
esto no implica una actitud pasiva o inmovilista, ni en la jerarquía
ni en el pueblo, respecto a los dogmas de fe. El dogma evoluciona, porque
la Iglesia, que lo custodia, también evoluciona movida por la historia;
lo cual no significa negar lo que antes se afirmó, ni viceversa;
exige estudiar, profundizar en la fe, comprender con mayor hondura la
verdad revelada, aunque la razón, la ciencia y la filosofía
deban asumir sus respectivos límites ante la fe. La Iglesia debe
entonces adaptar sus formulaciones en la fe, buscando sentidos nuevos,
y lenguajes nuevos, escuchando las voces que le pueden aportar perspectivas
de hoy a problemas de ayer, y, al mismo tiempo, sin traicionar lo que
en definitiva fundamenta y sostiene su fe: la palabra eterna, imperecedera,
del Señor Jesús.

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