Imprimir página

EL PAÍS, 4 de marzo de 2007.

EL PAÍS – DEBATE

¿HAY QUE REVISAR LOS ACUERDOS DE ESPAÑA CON EL VATICANO?
Concordato ¿para qué?

Potenciar fórmulas de consenso

     DIONISIO LLAMAZARES

El Concordato de 1953 entre España y la Santa Sede se sustituyó (en 1979) por Acuerdos parciales sobre materias concretas, con la ilusa intención de facilitar su modificación sin afectar al conjunto. Pero en casi treinta años de democracia sólo ha habido un ligero retoque.

Recientemente, por imperativo de la legislación comunitaria, la Iglesia ha dejado de beneficiarse de la exención del IVA y se ha puesto en marcha, con quince años de retraso, el nuevo modelo de asignación tributaria en sustitución de la dotación presupuestaria del Concordato de 1953, a cambio de un sustancioso incremento del porcentaje a favor de la Iglesia como compensación.

A los gobiernos les produce el mismo temor reverencial el sistema de Acuerdos parciales que el Concordato, dado el carácter internacional de ambos y la resistencia numantina de la Iglesia a la modificación a cambio de nada.

Inicialmente, los concordatos, en los Estados confesionalmente católicos, pretendieron delimitar competencias entre el poder religioso y el secular; después, intercambiar privilegios; evitar o dar fin al conflicto en ambos casos. En cuanto a los Estados confesionales con minoría católica, o los laicistas que valoran negativamente la religión, la Iglesia católica, apoyándose en la capacidad de presión que le da su difusión universal, utiliza el concordato para conseguir un respiro de tolerancia que, indirectamente, beneficiará a los ciudadanos católicos.

En ambos casos, el objetivo directo e inmediato de los concordatos no son los derechos de los súbditos o ciudadanos, ni los de los fieles, sino los de la Iglesia y los del Estado. Pero cumplen un importante cometido como instrumentos de superación de conflictos o de defensa de la libertad de la Iglesia.

Algunos acuerdos posteriores al Vaticano II, cuando más, aluden a la igualdad y a la libertad religiosa, no como contenido, sino como límites del contenido del acuerdo. ¿Pero tienen sentido estos acuerdos en un Estado social, democrático, de derecho y laico? ¿Son necesarios? ¿Son convenientes?

Debo hacer dos observaciones. Primera, se les considera tratados internacionales y, en realidad, son acuerdos, no entre dos Estados, sino entre un Estado y una organización confesional internacional; entre los primeros rige el principio de reciprocidad; no en el caso de los concordatos. Un ejemplo: el Estado reconoce eficacia civil al matrimonio canónico, pero la Iglesia no reconoce eficacia canónica al matrimonio civil. Segunda, el Derecho canónico medieval incorpora el principio romano de que el príncipe no está subordinado a la ley, del que derivará este otro: la Primera Sede por nadie puede ser juzgada, todavía proclamado en el Código vigente (can. 1404). No es asunto baladí. ¿Puede haber control jurisdiccional real del concordato si una de las partes rechaza la instancia superior?

La Constitución española proclama el derecho de libertad religiosa y establece un sistema de garantías eficaz, de su ejercicio individual y colectivo, tanto de los individuos como de los grupos en los que se integran. España ha ratificado la Declaración Universal de Derechos Humanos, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Convenio de Roma, sometiéndose a los correspondientes controles jurisdiccionales; algo que no ha hecho el Estado Vaticano. ¿Qué plus de garantía añaden al derecho de libertad religiosa el concordato y su carácter de tratado internacional?

El Estado español, como Estado social, promociona ese derecho siempre que sea necesario para que la libertad y la igualdad sean reales y efectivas o para eliminar los obstáculos que lo impidan. La cooperación con las confesiones es constitucionalmente legítima incluso para facilitar el ejercicio de esos derechos si no entra en contradicción con la laicidad. ¿Qué añade el concordato?

¿Se verían afectados los derechos de libertad de conciencia y de libertad religiosa de los católicos españoles si desaparecieran los Acuerdos vigentes y la Iglesia católica se sometiera, sin más, al Derecho común de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa?

En cambio, son muchos los inconvenientes de estos Acuerdos, dado su carácter internacional. Hipotecan la soberanía del Parlamento y convierten a los gobiernos en rehenes de la permanente acusación de incumplirlos con cada iniciativa legislativa que pueda afectarles. Por el contrario, los acuerdos con las otras confesiones, que no tienen carácter internacional, no entrañan tal riesgo. El Parlamento es soberano para aprobar leyes aunque los modifiquen, con la sola obligación del Gobierno de comunicárselo previamente a la confesión afectada, para que exprese su parecer.

Los Acuerdos han sido uno de los principales obstáculos para una más pronunciada y pronta adecuación de nuestro ordenamiento a las exigencias de la laicidad. La solución de las dudas sobre interpretación y aplicación de los acuerdos exige el mutuo consentimiento y la Iglesia veta dogmáticamente cualquier interpretación que no sea la propia, usurpando el papel de colegisladora.

Los Acuerdos están plagados de expresiones equívocas, conscientemente queridas, dada su negociación paralela a la discusión del texto constitucional. Recuérdese que se firman pocos días después de la promulgación de la Constitución: formalmente posteriores a la Constitución, pero materialmente anteriores.

Los Acuerdos han sido permanentemente fuente de tensión entre Estado e Iglesia, que ha tenido fiel reflejo en la opinión pública y se han convertido en signo de división entre los ciudadanos, frustrando las pretensiones de nuestros constituyentes al elaborar el artículo 16.3 de la Constitución: evitar que la diferencia de creencias religiosas pudiera volver a convertirse en factor de enfrentamiento político entre los españoles.

Los Acuerdos, finalmente, son un riesgo permanente de desigualdad y de privilegio, no sólo de la Iglesia católica con respecto a otras confesiones, sino también de todas ellas con respecto a quienes no tienen creencias religiosas.

En resumen, no son necesarios, ni convenientes. Quizá algún lector se sienta defraudado, si es que me ha hecho gracia de su tiempo hasta aquí. Pido disculpas por no haber aludido a la sospecha de inconstitucionalidad de algunas cláusulas de estos Acuerdos. El silencio ha sido consciente. Porque esa es otra historia que, como diría Michel Ende, debe ser contada en otra ocasión.

 

Dionisio Llamazares es catedrático emérito de la Universidad Complutense y director de la cátedra de Laicidad y Libertades Públicas de la Universidad Carlos III de Madrid.

 

 

       RAFAEL NAVARRO-VALLS

En los medios políticos estadounidenses se comenta festivamente el hecho de que cuando Al Gore habla en alguna ciudad americana sobre el calentamiento global, ese día nieva. Al parecer, no es simplemente un chiste: estadísticamente, el fenómeno está más o menos comprobado. Mientras contemplaba la entrega del Oscar al ex vicepresidente de Estados Unidos sonreía para mis adentros pensando en ese raro fenómeno. Algo parecido ocurre con el tema que amablemente EL PAÍS me invita a abordar. Es curioso que apenas declarada por el TC la plena constitucionalidad del Acuerdo entre el Estado y la Iglesia sobre enseñanza, se tome como aspecto central de la reflexión la conveniencia de su reforma.

Como es sabido, la sentencia del Tribunal Constitucional del 15 de febrero de 2007 no sólo resuelve el tema de la idoneidad de los profesores de religión, sino que avala con llamativa firmeza lo establecido en el Acuerdo con la Santa Sede. "Si el Estado", dice el TC, "en ejecución de la obligación de cooperación establecida en el artículo 16.3 (Constitución española), acuerda con las respectivas comunidades religiosas impartir dicha enseñanza en los centros educativos, deberá hacerlo con los contenidos que las autoridades religiosas determinen y de entre las personas habilitadas por ellas a tal efecto. (...) No resultaría imaginable que las Administraciones educativas pudieran encomendar [este cometido] a otras personas..." (Fundamento Jurídico 8).

En mi opinión, tendemos a sucumbir con facilidad a la tentación de buscar en el pasado o en el futuro "lo mejor posible" con una respuesta de presente, olvidando que con frecuencia lo más razonable es lo que ya es. Sin duda, en la dialéctica del debate académico siempre encontraremos defectos y alternativas que harían de los acuerdos de 1976-1979 un mejor instrumento jurídico de relación. Ocurre con todas las leyes. Para eso estamos los juristas. Pero el acierto de los Acuerdos, entre otros parámetros, ha de medirse, en buena medida, por su longevidad. Esto es, la solidez que le dan sus más de 25 años de vigencia, tantos como el texto constitucional. No conviene olvidar que el anterior Concordato (el de 1953) no logró esa estabilidad, entrando en crisis mucho antes de su efectiva derogación.

Los Acuerdos Estado-Iglesia supusieron el final de una etapa de remodelación de la arquitectura de las relaciones Iglesia-Estado en España, que había comenzado unos años antes de la muerte de Franco y que se precipitó con su desaparición. El buen sentido jurídico viene encontrando fórmulas imaginativas que, evitando aplicar la piqueta a una estructura aceptable, vienen dando respuestas inteligentes a nuevas necesidades. Baste pensar en el reciente canje de notas entre Roma y Madrid para mejorar el tema de la financiación sin levantar un tsunami jurídico.

Las frecuentes peticiones de reforma de los Acuerdos ocultan, en realidad, una desconfianza global de algunos sectores políticos o ideológicos hacia la legislación especial sobre cultos. Paralelamente, manifiestan una euforia jurídica orientada a su sustitución por una legislación común a todo tipo de fenómenos asociativos. La propuesta sería razonable, si no fuera a-histórica. Es decir, se queda aislada en un mar de leyes especiales. Hoy vivimos una época jurídica marcada por la "descodificación". Una época en la que proliferan neologismos tales como "negociación legislativa", "neo-contractualismo normativo", etcétera, indicativos de la eclosión de leyes especiales, informal o formalmente pactadas con diversos grupos sociales. Estas leyes se entienden, además, como las más adecuadas para regular las peculiares exigencias de los complejos fenómenos sociales que el Estado de derecho debe disciplinar. Existe una tendencia a un derecho "tentacular", "atrapa-todo", que contempla fenómenos muy dispares y les da respuestas -más o menos razonables- que procuran adaptarse a la peculiar estructura de cada uno. Es decir, la rigidez de las leyes comunes cede ante la plasticidad de la vida.

En el marco de las relaciones Estado-Iglesia, existe un llamativo florecimiento de la legislación concordada en todo el mundo, paralelo a ese crescendo de legislaciones negociadas por los Estados en otros ámbitos sociales. No olvidemos el elocuente dato de que los acuerdos estipulados por los Estados con la Iglesia católica en los cuarenta años que hoy nos separan de la clausura del Vaticano II, superan muy llamativamente en cantidad a todos los suscritos en los cuatro decenios precedentes. Puestos a elegir, no es hacer violencia a la realidad preferir en cuanto sea posible un sistema en que los interlocutores pacten sus diferencias o sus reticencias a la luz pública, más que relegarlos a esas aparentes leyes "unilaterales" dictadas por el Estado que, tantas veces, ocultan "concordatos subterráneos", rodeados de intrigas y presiones de los lobbies. Así que, en mi opinión, el sistema de acuerdos o concordatos, tanto para la Iglesia católica como para las otras confesiones, no es manifestación de un "pluriconfesionalismo laico" más o menos solapado. Es, simplemente, incorporar al notable censo de centros generadores de derecho de la sociedad contemporánea -unos por encima del Estado (organizaciones internacionales, incluida la UE), otros por debajo (sindicatos, trusts, empresas, etcétera)- también a las confesiones. Las Cortes constitucionales occidentales y los Tribunales de Derechos Humanos repudian tanto los confesionalismos teocráticos como ideocráticos. La hoja de ruta alternativa que marcan es la de la laicidad. Una laicidad que garantiza un espacio de neutralidad en el que germina el principio de libertad religiosa y de libertad de conciencia. En ese contexto parece moverse el Tribunal Constitucional español. Potenciar la bilateralidad, me parece, es potenciar fórmulas de consenso que aquieten las pasiones y, en lo posible, satisfagan las inteligencias.

 

Rafael Navarro-Valls es catedrático de la Universidad Complutense y secretario general de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación.

 

 

 

   

 

   IR A PRINCIPAL