El Concordato de 1953 entre España y la Santa
Sede se sustituyó (en 1979) por Acuerdos parciales sobre materias concretas, con
la ilusa intención de facilitar su modificación sin afectar al conjunto. Pero en
casi treinta años de democracia sólo ha habido un ligero retoque.
Recientemente, por imperativo de la
legislación comunitaria, la Iglesia ha dejado de beneficiarse de la exención
del IVA y se ha puesto en marcha, con quince años de retraso, el nuevo modelo de
asignación tributaria en sustitución de la dotación presupuestaria del
Concordato de 1953, a cambio de un sustancioso incremento del porcentaje a
favor de la Iglesia como compensación.
A los gobiernos les produce el mismo temor
reverencial el sistema de Acuerdos parciales que el Concordato, dado el carácter
internacional de ambos y la resistencia numantina de la Iglesia a la
modificación a cambio de nada.
Inicialmente, los concordatos, en los Estados
confesionalmente católicos, pretendieron delimitar competencias entre el poder
religioso y el secular; después, intercambiar privilegios; evitar o dar fin al
conflicto en ambos casos. En cuanto a los Estados confesionales con minoría
católica, o los laicistas que valoran negativamente la religión, la Iglesia
católica, apoyándose en la capacidad de presión que le da su difusión universal,
utiliza el concordato para conseguir un respiro de tolerancia que,
indirectamente, beneficiará a los ciudadanos católicos.
En ambos casos, el objetivo directo e inmediato
de los concordatos no son los derechos de los súbditos o ciudadanos, ni los de
los fieles, sino los de la Iglesia y los del Estado. Pero cumplen un importante
cometido como instrumentos de superación de conflictos o de defensa de la
libertad de la Iglesia.
Algunos acuerdos posteriores al Vaticano II,
cuando más, aluden a la igualdad y a la libertad religiosa, no como contenido,
sino como límites del contenido del acuerdo. ¿Pero tienen sentido estos acuerdos
en un Estado social, democrático, de derecho y laico? ¿Son necesarios? ¿Son
convenientes?
Debo hacer dos observaciones. Primera, se les
considera tratados internacionales y, en realidad, son acuerdos, no entre dos
Estados, sino entre un Estado y una organización confesional internacional;
entre los primeros rige el principio de reciprocidad; no en el caso de los
concordatos. Un ejemplo: el Estado reconoce eficacia civil al matrimonio
canónico, pero la Iglesia no reconoce eficacia canónica al matrimonio civil.
Segunda, el Derecho canónico medieval incorpora el principio romano de que el
príncipe no está subordinado a la ley, del que derivará este otro: la
Primera Sede por nadie puede ser juzgada, todavía proclamado en el Código
vigente (can. 1404). No es asunto baladí. ¿Puede haber control jurisdiccional
real del concordato si una de las partes rechaza la instancia superior?
La Constitución española proclama el derecho de
libertad religiosa y establece un sistema de garantías eficaz, de su ejercicio
individual y colectivo, tanto de los individuos como de los grupos en los que se
integran. España ha ratificado la Declaración Universal de Derechos Humanos, el
Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Convenio de Roma,
sometiéndose a los correspondientes controles jurisdiccionales; algo que no ha
hecho el Estado Vaticano. ¿Qué plus de garantía añaden al derecho de libertad
religiosa el concordato y su carácter de tratado internacional?
El Estado español, como Estado social,
promociona ese derecho siempre que sea necesario para que la libertad
y la igualdad sean reales y efectivas o para eliminar los obstáculos que lo
impidan. La cooperación con las confesiones es constitucionalmente legítima
incluso para facilitar el ejercicio de esos derechos si no entra en
contradicción con la laicidad. ¿Qué añade el concordato?
¿Se verían afectados los derechos de libertad
de conciencia y de libertad religiosa de los católicos españoles si
desaparecieran los Acuerdos vigentes y la Iglesia católica se sometiera, sin
más, al Derecho común de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa?
En cambio, son muchos los inconvenientes de
estos Acuerdos, dado su carácter internacional. Hipotecan la soberanía del
Parlamento y convierten a los gobiernos en rehenes de la permanente acusación de
incumplirlos con cada iniciativa legislativa que pueda afectarles. Por el
contrario, los acuerdos con las otras confesiones, que no tienen carácter
internacional, no entrañan tal riesgo. El Parlamento es soberano para aprobar
leyes aunque los modifiquen, con la sola obligación del Gobierno de
comunicárselo previamente a la confesión afectada, para que exprese su parecer.
Los Acuerdos han sido uno de los principales
obstáculos para una más pronunciada y pronta adecuación de nuestro ordenamiento
a las exigencias de la laicidad. La solución de las dudas sobre interpretación y
aplicación de los acuerdos exige el mutuo consentimiento y la Iglesia veta
dogmáticamente cualquier interpretación que no sea la propia, usurpando el papel
de colegisladora.
Los Acuerdos están plagados de expresiones
equívocas, conscientemente queridas, dada su negociación paralela a la discusión
del texto constitucional. Recuérdese que se firman pocos días después de la
promulgación de la Constitución: formalmente posteriores a la Constitución, pero
materialmente anteriores.
Los Acuerdos han sido permanentemente fuente de
tensión entre Estado e Iglesia, que ha tenido fiel reflejo en la opinión pública
y se han convertido en signo de división entre los ciudadanos, frustrando las
pretensiones de nuestros constituyentes al elaborar el artículo 16.3 de la
Constitución: evitar que la diferencia de creencias religiosas pudiera volver a
convertirse en factor de enfrentamiento político entre los españoles.
Los Acuerdos, finalmente, son un riesgo
permanente de desigualdad y de privilegio, no sólo de la Iglesia católica con
respecto a otras confesiones, sino también de todas ellas con respecto a quienes
no tienen creencias religiosas.
En resumen, no son necesarios, ni convenientes.
Quizá algún lector se sienta defraudado, si es que me ha hecho gracia de su
tiempo hasta aquí. Pido disculpas por no haber aludido a la sospecha de
inconstitucionalidad de algunas cláusulas de estos Acuerdos. El silencio ha sido
consciente. Porque esa es otra historia que, como diría Michel Ende, debe ser
contada en otra ocasión.
Dionisio Llamazares
es catedrático emérito de la Universidad Complutense y director de la cátedra de
Laicidad y Libertades Públicas de la Universidad Carlos III de Madrid.
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